jueves, 11 de enero de 2024

DE MAESTROS, ALUMNOS Y AMEBAS...

 

            El equipo, casi al completo.

              Nos quedamos hablando de abuelos y maestros. Sigamos con un capítulo de maestros, alumnos, y amebas, por supuesto. 

            El sueldo de los maestros, no era muy generoso que digamos en aquellos años, (¿y cuál lo era?), así que se buscaban un sobresueldo con las llamadas permanencias, que les cobraban a los alumnos, o dando clases particulares de repaso, o bachillerato para alumnos libres en centros privados, después del horario escolar, o una vez jubilados. 

            La jubilación, por entonces, era a los setenta años, y los setenta de entonces no eran los de ahora. Se modificó en el 82 del pasado siglo. Estableciéndose en la edad de sesenta y cinco. Pero por entonces era a partir de los setenta, cuando las personas, en su inmensa mayoría, estaban más que cascadas.

            Uno de estos casos era el de mi profesor de Matemáticas, Física, Química y Ciencias Naturales, en 4º, 5º y 6º de bachiller. Estaba jubilado, por lo que supongo que tendría de setenta años para arriba, y un temblor en las manos y movimiento anárquico de cabeza que me hace suponer que sufría un más que evidente incipiente Parkinson (por entonces, nadie había oído hablar de ese nombre, al menos, nosotros y yo no estoy seguro, ni soy nadie para diagnosticar); pero, ¡adelante!, no importaba, a sacarle el pringue cuanto se pudiera, (ya se conoce el dicho: “Al viejo y al bancal, lo que se le pueda sacar”) ¡y él tan conforme!

            Era, como muchos, bastante clasista y el favoritismo era una de las “virtudes” que le adornaban.  Era, según vox populi, muy inteligente, un lumbreras, con un cerebro sobredimensionado en funcionalidad y en tamaño, de tal manera que le solíamos sacar motes referentes a esto; incluso uno de nosotros, artista destacado, le solía hacer caricaturas. Todo ello sin menoscabo del respeto y un cierto cariño admirativo que se le profesaba.

            Cuando preguntaba a uno de sus favoritos, un chiquillo algo tímido y retraído, hijo único de padre con posibles, que nos invitaba al campo y a la playa con intención de agasajarnos y de que su hijo socializara, lo hacía de manera suave y cariñosa. Pues bien, como iba diciendo, cuando preguntaba a este muchacho diciéndole: A ver, Fulanito (Paquito, pongamos por caso), dime tal cosa. Fulanito ponía cara  de nerviosismo extremo; se mordía los puños, y emitía sonidos cercanos al sollozo, a lo que el profe respondía: ”Fulanito, no te pongas nervioso que sé que lo sabes; mira, un diez. Siéntate". En otra ocasión, preguntó a otro muchacho, ya en 6º de bachiller, vecino como el anterior del pueblo hermano (hermandad con la consabida rivalidad) y un lince en Matemáticas, como demostró de adulto. ¿Cuál es la unidad de inducción electromagnética? Le preguntó. No estoy seguro de si era el weber, y el alumno respondió el maxwell, a lo que el maestro confirmaba: ¡Muy bien, muy bien, el weber!

            Su expresión favorita, con los no favoritos, era, ante cualquier error o presunto fallo: "¡Mucháa, qué burro eres! Anda, siéntate, siéntate". El insulto más florido que oí de su propia boca fue el de ¡Mucháa, etc., seguido de varios adjetivos nada edificantes y coronado con un ¡... Cacho tocino rancio...!

            Conmigo se dio el caso de sacarme a la pizarra, en matemáticas, y como dudé en la resolución de una ecuación, o algo así, me indicó el resultado, puse lo que me dijo, se levantó las gafas para rascarse el entrecejo, y cuando estuvieron en su sitio (las gafas, claro), echó un vistazo hacía la pizarra, y ya la habíamos liado. Empezó con la retahíla de siempre: "¡Mucháa qué burro…! Seguido de "Pero qué has puesto ahí… ¡Anda, siéntate….! Siguiendo con el meneo de cabeza, sin saberse si era negando o uno de sus tics característicos, como diciendo ¡qué barbaridad!           

            Vamos con la ameba. Hacíamos exámenes periódicos (mensuales o trimestrales, no recuerdo) que servían para informar a nuestros padres de nuestra aplicación al estudio, decían, y en mis exámenes de Ciencias Naturales yo estaba harto de recibir siempre la misma cantinela cuando corregía mi examen: Esto está muy flojo… Anda, te pongo un cinco por misericordia”, me dijo ante el tema que expuse: la ameba y el paramecio. Cómo no me parecía justo tomé la medida, en el siguiente examen, me pusiera lo que me pusiera, desarrollar copiando el tema de la ameba y su compadre, el paramecio,  (¡yo, que no tenía ardides para esto!) ¿A que no sabéis lo que me dijo mientras lo corregía? ¡Exacto!: “Mucháa qué burro eres, esto está muy flojo; te pondré un cinco por misericordia”. Esto lo volví a repetír en el examen siguiente.  Y él erre que erre.

            Este maestro tenía fama de sabio, y lo sería, como nos confirma años, muchos años, más tarde, nuestro admirado Maestro Campuzano, que se maravillaba de que fuera capaz de dominar las matemáticas y las ciencia a la par del latín (Ciencias y Letras mezclados, ¡qué barbaridad!). En todos los comienzos y finales de curso nos soltaba un latinajo presumiendo de su estancia en la Universidad. A mí me sonaba, y así lo recuerdo lo de Prima non data et ultera dispensata, pero correctamente sé que es Prima non datur et ultima dispensatur (las trampas de la memoria y la solución de recurrir a Google o la Wikipedia, o ambos). 

            Otros casos reseñables eran los de mis compañeros que habían tenido hermanos mayores que habían sido alumnos de este maestro. Tal es el caso de un compañero al que siempre he considerado el más inteligente de cuantos conocí. A todos estos les decía invariablemente: lo del mucháa, etc..., seguido de ¡Tu hermano Arsenio (o Pepe) sí que era listo, y no tú! 

            Desde aquí hago constar mi gratitud a los compañeros, y amigos, de este Centro, que tanto me ayudaron en lo personal (muchos de ellos ni se enteraron, por no decir prácticamente todos). Utilizo indistintamente el término maestro y profesor, pues de ambos ejerció según horario y situación.

            

                                                           CONTINUARÉ  (aunque no sé si por orden).

martes, 19 de septiembre de 2023

DE MAESTROS, ABUELOS, AMEBAS Y PARAMECIOS.

 


Parte 1

 

Cuando yo era niño, todavía se oía con cierta frecuencia el dicho “pasa más hambre que un maestro de escuela”; pero no creo que estos estuvieran peor que el resto de españoles, y sí algo mejor que la mayoría, que lo pasaban peor que los docentes (excepto los represaliados); que al fin y al cabo cierto es que tenían un magro sueldo, pero fijo, que era el sueño de la mayor parte de nuestros conciudadanos; para los españoles ser funcionario era una aspiración que solo algunos conseguían. Pero, en fin, tampoco estaban para tirar cohetes.

            Seguro que mi bisabuelo, de cuyo nombre no estoy seguro pero deduzco que sería Juan Salmerón (a) Soperete, maestro ambulante, a domicilio, por esos campos dejados de la mano de Dios, durante los años veinte del pasado siglo, sí que entraba dentro de la categoría de los docentes que pasaban necesidad. Pero claro, no era funcionario, lo que no ayudaba a pasarlas mejor,  menos canutas.

Enseñaba a zagales, y alguna zagala pero menos (estas no lo “necesitaban”, según el sentir popular), a leer y escribir, y poco más, a cambio de unas perras o, incluso, cobraba en especie, productos del campo, comida fundamentalmente, claro. Era un hombre tozudo y arisco. Su programa estaba centrado, además de la lectura y escritura, en las cuatro reglas y la de tres para los más avanzados, categoría que pocos alcanzaban, pues el trabajo llegaba antes, si es que no estaba presente siempre, desde el momento en que se sostenían en pie. Su gramática era  muy elemental, aunque utilizaba expresiones un tanto retóricas, a veces. En la corrección de un dictado en el que apareciera,  por ejemplo la palabra humano, solía decir: humano, hache sin ce…Otra gramática que utilizaba era la parda, la que se aprende en la vida y no con libros. 

Era mi bisabuela de armas tomar y rígido como él solo. En una ocasión acometió la tarea de alfabetizar a una nieta casi adolescente, y comenzó a darle clase a domicilio, a cambió de un modesto estipendio en metálico; cuando la abuela de la criatura y mujer del maestro  le recrimino la acción de cobrarle las clases a su nieta, montó en cólera y dejó de dárselas. La madre de la criatura buscó a otro maestro. Un día,mi bisabuelo salió al paso del otro maestro y le manifestó que a su nieta solo le daba clase él, o nadie, y que si seguía con esa labor iba a tener que vérselas con él. El pobre hombre se despidió de la madre de la alumna, diciéndole que sabía de las malas pulgas que gastaba el tío Soperete, y que no amenazaba en vano. Mi bisabuelo se comportó en este caso, que seguro que no sería el primero ni el último, como el perro del hortelano, que es bien sabido que ni come ni deja comer.

Si sería terco, como el mulo que lo llevaba por esos caminos de Dios.  y cascarrabias (intolerante ante la injusticia y la falta de rectitud, decía él), que habiendo perdido un pleito de lindes, higuera incluida, mando una carta insultando gravemente al mismísimo dictador Primo de Rivera, y a vuelta de correo, o sin esperar a la vuelta del mismo, la Benemérita se presentó en su casa a detenerlo. Se libró de la trena gracias a sus amistades, médico incluido, que le diagnosticaron locura, y por loco lo dio el juez. A lo mejor, o a lo peor, estaban en lo cierto  y no fue ningún favor, sino justo diagnóstico.

Ya hemos dicho que viajaba a lomos de un mulo (un macho, se decía por su pueblo) y lo hacía con este cuadrúpedo porque era el que tenía un carácter como el suyo (terco como un mulo, pero menos que una mula, se decía, y prefería al macho porque decía que daban menos problemas que las hembras, pensamiento acorde con la concepción machista imperante en el mundo)

            Uno de sus hijo, mi abuelo materno, aunque trabajaba en el monte recolectando plantas aromáticas (romero, fundamentalmente) para la fabricación de esencias, tenía  vocación de maestro; y ya jubilado puesto en la calle, al sol del otoño e invierno, con sus manojos de esparto sin picar haciendo pleita para capazos, valeos y otros enseres, gustaba de parar a los niños que salían de una escuela cercana, para hablarles y preguntarles de geografía, historia, pero sobre todo de aritmética, pues la tabla de multiplicar era su obsesión y conmigo se empeñaba en que la aprendiera de memoria, empeño en el que fracasó estrepitosamente. 

            El orgullo patente de mi abuelo, y a  rememorarlo se remitía en cuanto tenía ocasión, era el haber servido en caballería, en el 10º Regimiento de Dragones de Montesa, con guarnición en Barcelona. A mí me lo contaba, poco menos que pavoneándose, y me mostraba una foto posando vestido de gala, que todavía conservo, con colorines pintados a mano, porque aunque la fotografía en color (rudimentaria) ya existiese desde mediados del XIX, era muy infrecuente encontrarlas en la época. Murió con setenta y cinco años, los que yo estoy próximo a cumplir; sin embargo, cuando pienso en mi abuelo me siento como el niño-adolescente que fui durante sus últimos años de vida y a él lo veo como el maestro que no pudo ser y el orgulloso soldado de caballería. De mi abuela materna, genio y figura, hablaremos luego. Personaje entrañable, y lo de genio (malo o bueno) no forma parte de frase hecha, sino de carácter propio.


Continuará

lunes, 23 de enero de 2023

In vino veritas

 

              En buena compañía, con un buen amigo y compañero, Domingo, recientemente fallecido. Descanse en paz.

 Un amigo mio, andaluz para más señas, decía, y supongo que seguirá diciendo, pues vivo está, que el vino, bueno, regular o malo, hay que beberlo en buena compañía; incluso un vino excelente bebido en compañía de un malaje podría sentarte mal.
            Ahora descubro, leyendo a Montaigne, que éste decía, citando a Epicuro, que no hay que mirar tanto lo que se come, como con quien se come ( supongo que se puede extrapolar al beber). Y es que todo, o casi, está en los libros, como exageraba una canción, sintonía de un programa de la televisión única, de cuando Franco pescaba con caña, y dicen que se los ponían como al Mastuerzo las bolas. Ya sabéis, el Mastuerzo, como llama una conocida periodista al por otros ( los de vivan las caenas) conocido como el Deseado. Y si todo, o casi, no está en los libros, en otros sitios estará, o ¡vaya usted a saber! 
          Luego está la dicotomía calidad-cantidad. Lo sensato, y no digo que esto sea lo bueno, sería aconsejar la calidad, pero mi amigo tendría sus argumentos para defender lo contrario cuando, algunas veces, al entrar en una taberna si el  tabernero preguntaba: ¿Qué va a ser? ¡Vino!, era la respuesta. A continuación, si el tabernero volvía a preguntar: ¿Blanco o tinto? La invariable respuesta era: ¡G r a n d e! Sus razones tendría.
                Otra sentencia que repetía era : Como el tabernero veía que perdía, también bebía. Y yo no sé, a qué tanto interés por el vino, si soy abstemio por razones mal entendidas de salud, y por el mismo motivo, aderezado con otro ético, vegetariano. ¡Un desastre, vamos! Por cierto y a cuenta de lo de abstemio, pienso cambiar un poco, moderadamente, por salud, pues pienso como decía Ambrose Pierce, escritor norteamericano coetáneo de Mark Twain, de quien se decía que mojaba su pluma no en tinta, sino en acido sulfúrico, por sus sátiras sarcásticas y cínicas, que abstemio era la "Persona débil que cede a la tentación de negarse a sí misma un placer. Abstemio total es quien se abstiene de todo menos de la abstención, ..."  Insisto, nada de abstemio total, pero con moderación, repito, por los motivos antes aludidos.
               Y otra más que repetía mi amigo: El que va a un entierro y no bebe vino/el suyo viene de camino.  A lo que yo contestaba: Bebas o no bebas vino / el tuyo viene ya de camino. ¡Toma, y el mío! ...    
           Así que ya sabéis: si coméis y/o bebéis, hacedlo siempre en buena compañía, y si no estáis seguros, u os arriesgáis , o hacedlo solos. ¿qué que es eso de en "buena compañía"? Averígüelo cada cual por su cuenta, no lo voy a hacer yo todo.
           Luego viene lo de la verdad y el vino. Dice el acervo popular que los únicos que no mienten son los locos, los niños y, por supuesto, los borrachos; a lo que yo añado (oído por ahí), los leggins. No sé si todo esto será total o parcialmente cierto, pero aquí queda.
            

jueves, 9 de junio de 2022

Mujeres al sol de la tarde de otoño tardío.


                                                                                    Foto Trascieza.

        Aquellas mujeres al sol de la tarde temprana de otoño tardío, trenzando, enmadejando y pelando la lía con cuyas exiguas ganancias apoyaban el magro jornal del padre o marido para levantar la olla cada día, y pagar el condumio y el pan del sustento de una prole, que pululaba, libre ya de escuela, en torno al corro que formaban en la esquina soleada de unas calles en sombra. Charlaban sin quejas amargas, adusto el semblante, a veces con cierta fingida alegría; frustración a sorbo callado.  Algunas soñaban despiertas sus sueños perdidos, en plena renuncia.
        Yo estaba en el corro, enfermo fingido para no ir a la temida escuela, flanqueado por mi abuela y mi madre; oía, sin entender apenas, un habla de jerga y deprisa, que terminaba casi siempre, por un … ¡vosotras me entendéis! Coronada por una respuesta a lo que no era una pregunta: ¡Claro que sí…! Ellas seguían a lo suyo: trabajar pelando la soga ya hecha en madejas, sin detener la sempiterna charla, sin mirarse tan siquiera.
         El toque del Ángelus avisaba: “El Ángel del Señor anunció a María…, ”. Ellas no atendían, tanta devoción no cabía en su afán de trabajo por llegar a cubrir la tasa del día. El sol, próximo a ocultarse, encendía de vivos colores el horizonte, y solo paraban cuando se ocultaba del todo, se apagaban los encendidos colores, y las sombras se enseñoreaban de la esquina:  final de ese día y  fin de la jornada de lía. Recogían y se marchaban para faenar en otra tarea: preparar la cena frugal para los hombres, padres, maridos e hijos con los que la compartirían. El verbo descansar no se conjugaba, salvo cuando dormían.
         Mujeres tranquilas, comedidas por fuera; por dentro algo hervía, la procesión es interna; a veces, mascullaban amargos reproches contra sí mismas y su mala suerte, que conjuraban con un rapto de buen humor e ironía.
        Por la mañana, cuando el sol ya alumbraba la calle y, sobre todo, la esquina, y la templaba, salían a reanudar su diaria tarea, hecha ya la faena casera mañanera. 

Y de allí se marchaba, cuando ellas llegaban, mi abuelo, con su esparto, sus valeos y capazos de pleita. Y el Ángelus, desde la radio, a medio día repetía: “Desde las espadañas de las ermitas, desde las torres de las catedrales, etc., etc., y “El Ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo…” Y ellas, dale que dale a la lía.

viernes, 13 de mayo de 2022

Mi tío, mi abuelo, Morfeo, y el sueño.




Morfeo es uno de los mil hijos del Sueño. Su nombre indica su función: es el encargado de, adoptando formas humanas, especialmente de seres queridos, mostrarse a las personas dormidas, en sueños. Como la mayoría de las divinidades del sueño y de los ensueños, Morfeo es alado. Posee grandes y veloces alas, que se agitan silenciosamente y lo transportan en un instante de un confín a otro de la Tierra.(1)

Mi tío Pascual, mi chache, hermano de mi madre, mi compañero de dormitorio y de cama durante la segunda mitad de mi infancia temprana y primera de la segunda, aludía todas las noches a esta divinidad mitológica, invocándola para inducirme al placido, o agitado, sueño, tanto en las frías, largas y húmedas del corto invierno, como en las  cortas y sofocantes del largo y cálido verano. Mi tío decía, con voz fingida, ahuecada en susurros:

-¡Morfeo, baja!  Repitiéndolo cuantas veces consideraba oportuno, y preguntándome entre medio. ¿Llega ya el tío de la arena? A lo que yo no contestaba; y si no lo estaba, fingía dormir. El tío de la arena era otro personaje, popular, inductor del sueño, que obra segundos antes.

-¡Morfeo, baja! –¡Morfeo, baja y cubre con tus alas de sueño a mi sobrino!. Y Morfeo venía y, me cubría con sus alas, hechas con lo que mi tío decía, de sueños felices o pesadillas ingratas, y me inducía al sueño con la colaboración del tío de la arena, que hace caer los párpados.

Morfeo venía sobre mí con sus enormes y silenciosas alas, tomando la forma de mi abuelo paterno, al que yo no llegué a conocer porque murió unos años antes de mi nacimiento, pero por el que yo sentía añoranza y cariño por lo poco, que mi padre me contó de él. Poco más oí sobre él a su familia, salvo retazos de poquísimas y deslavazadas anécdotas. Se le nombraba poco o nada. Mi padre, ya mayor yo, solía decir: ¨de hijos a padres el parentesco es muy lejano”. Siempre creí que era un velado reproche a mi presunto desapego; pero pensando en mi abuelo y su familia barruntaba que, tal vez, se refiriera a su propia familia con relación al padre.

Cuando llegaba el alado Morfeo, al que yo creía ver con la cara de mi abuelo, aunque los rasgos eran los de mi padre, su hijo, pues no tenía ni había visto jamás una foto suya. Se decía que no se dejó retratar nunca. Puestos a fantasear, yo pensaba que mi abuelo, como los indios de las praderas, cazadores de búfalos, se negaba a dejarse fotografiar por el temor a que le robaran el espíritu junto a la imagen que habrían quedado presos en una caja con una mirilla, por donde entraban imagen y espíritu, o alma, y quedaban allí presos, aunque de la imagen saliera una copia impresa.  

Y Morfeo me arrullaba con el suave aleteo de sus alas y me transportaba al mundo de los sueños, alimentado por los susurros de mi tío; me traía sueños de hadas, príncipes, dragones, damas y monstruos. En el papel de príncipe, o héroe audaz, yo. Aunque… ¡Espera…! Si esto es un sueño, no puede haber guion; no hay papeles… 

Unas veces, soñaba que tenía los pies y el cuerpo ligeros. No tenía alas, me las prestaba Morfeo, o tal vez Pegaso, y volaba, o más bien daba grandes saltos, ingrávido, sin peso, liberado de la servidumbre de la gravedad, escapando de cuantos peligros y miedos me seguían y acosaban. Yo podía volar, o brincar a grandes saltos, y los otros, fantasmas, temores y terrores, no. Recuerdo una calle larga y estrecha, que limitaba con una iglesia, y en ella una tétrica escuela, la escuela de mis temores de la que en otra ocasión hablaré; de esta y de las gratas y razonablemente felices.

Esto es un retazo de mi mundo de ensueños, de fantasía; a veces, más real que el vivido sin imaginación, para mí y para ti. 

                                                                        Bartmarts


1) NOTA.- La referencia a Morfeo está entresacada del Diccionario de Mitología, de Pierre Grimal. RBA.

lunes, 4 de abril de 2022

Mi abuelo y el Miedo.

    El grito, de Munch
  

 MI ABUELO Y EL MIEDO.  Capítulo x.

 

En las noches frías de invierno, cuando el viento ululaba fuera de nuestra modesta casa, sentada la menguada familia ante el fuego de la chimenea para ahuyentar el frío, yo tenía mi pensamiento puesto en algo que me espantaba más que las inclemencias del tiempo: el Miedo. Sí, así, con mayúsculas; miedo que se convertía en terror cuando llegaba la hora de meterme en la cama de la fría, húmeda y destartalada habitación que hasta hacía poco tiempo había compartido con mis cuatro tíos solteros, que la fueron abandonando, paulatinamente, según se fueron casando y pasando a ocupar habitaciones del primer piso, con sus respectivas mujeres.

            Cuando me notaba mi abuelo, y yo lo confesaba abiertamente, que tenía miedo, él me respondía que el miedo no existía: que ni era ni estaba y que él ni lo esperaba. Cuando la noche era de lo más oscura y cerrada, me invitaba a que saliera al lóbrego patio de la casa y que comprobara si allí estaba. Yo salía a regañadientes por no contrariarlo, y él, desde dentro, me decía:

              -  ¿Lo encuentras por ahí, o qué?

-  ¡No sé, no se ve nada, esto está muy oscuro! – respondía yo-¿Me deja usted que encienda la luz?- y él me contestaba:

- No, la luz no la enciendas, porque con luz no lo vas a encontrar. El miedo, si es que existe, debería de estar en la oscuridad. Pero si me dices que no lo ves cuando te pregunto si está por ahí, es que no está, porque si estuviera lo verías. Vete a la cuadra y sigue buscando allí. 

Para llegar a la cuadra tenía que cruzar el patio, el oscuro patio, y en el fondo del mismo se encontraba la cuadra, en la que no había animal alguno, salvo una gata negra y, eventualmente, de tiempo en tiempo sus crías; crías con las que mis abuelos ejercían su particular control de población, cuando tocaba; es decir, cuando la gataza negra paría. Llegué a la cuadra aterido, no sé si de miedo, de frio o de ambos, dando más traspiés que pasos o zancadas. Una vez en la cuadra, intenté hablar en voz alta para que mi abuelo, al que veía enmarcado en el quicio de la puerta del patio, del que solo se distinguía una negra y fantasmagórica silueta tocada con sobrero y armada de bastón, orlada, a modo de aura,  por la mortecina luz posterior que salía de la casa, y que se había situado allí para que lo viera y su visión me infundiera el valor del que él estaba seguro que yo carecía, pero la figura de mi abuelo que veía, era para infundir más miedo que confianza.

Y no, nunca veía al Miedo, y, en consecuencia, según mi abuelo, es que no existía más miedo que el miedo al miedo. Pero yo objetaba en mi interior que el miedo no se ve, pero se oye y se siente a flor de piel en forma de escalofrío que pone el vello de punta. Y además, como dicen los gallegos de las meigas: yo no creo en ellas, pero haberlas las hay. 

                                                                                    Bartmarts

miércoles, 23 de marzo de 2022

LA AÑORADA INFANCIA.


 Ahora que es invierno y hace frio, recuerdo con nostalgia una tarde cálida de verano reciente, en la que un joven padre jugaba con su pequeño hijo en el agua de una pequeña alberca. El ruido del chapoteo me trajo recuerdos de mi lejana niñez.

NOTAS DE MI DIARIO (10.08.2014)

Los viejos recuerdos de mi añorada infancia, con sus luminosos veranos, vuelven como reflejos de la reverberación de la luz en el agua, y la remembranza del vuelo febril de las libélulas agita mis pensamientos lúgubres, aventándolos lejos de mi.Recuerdos de mis veranos de adolescencia temprana vienen a mí, con mis tímidas escapadas al río y mis baños clandestinos en la balsa de la Herradura, compartidos con amigos y carpas desmesuradas. ¿Cómo explicar a mi madre la perdida de los calzoncillos en una ocasión?¿Los puse a secar tras el baño?¿Me bañé en cueros...? No recuerdo si di alguna explicación, o me la pidieron; si la di, seguro que no fue creíble.

El juego del niño con su padre en el agua, a resguardo del inmisericorde sol de agosto, hace que afloren dulces ecos de antaño, de esa infancia feliz.

El canto de la cigarra, rítmico y armonioso, y el cri-cri de los grillos ponían la partitura al libreto que era mi vida en verano. Los veranos entonces deseados, y después deseados por motivos que ya contaré. Por otra parte, tiempo y lugar; el recuerdo de un barreño de zinc puesto con agua al sol, con las amenazantes avispas revoloteando alrededor, listo para llevar a cabo el baño diario veraniego ( en las estaciones más frías, el baño solía ser semanal, en el mismo barreño y con agua calentada en olla al fuego), estropajo incluido, y el jabón Heno de Pravia (las mujeres, con Maderas de Oriente) cuyo aroma renace en mis sentidos, y los recuerdos se avivan en mi mente con la visión del niño pequeño que manotea el agua, jugando con su padre en la pequeña alberca del jardín. Son reminiscencias, felices recuerdos, de mi infancia. Son recuerdos que aparecen muy nítidos a pesar del tanto tiempo transcurrido.

Pero todo pasa, y el verano toca a su fin. El paisaje se despeja y recito musitando:

Las aguas serenas del estanque  
denuncian ausencia de alegría,
ya no hay niños en la alberca, 
 ya dejaron  la alquería