El Viejo Maestro
El viejo Maestro sentado
impasible, - la tensión va por dentro -, en su antiguo sofá, desgrana, como
cuentas de rosario, las palabras de su discurso que evoca antiguos recuerdos de
infancia del niño que fue.
Imperturbable,
en su lenta y segura letanía, moviendo la mano derecha al compás, dedo pulgar
junto al índice en círculo, recita:
“Tuve una infancia feliz”; lo expone sin aspavientos, monótono y seguro, como
si leyera palabras grabadas a fuego en
su mente,- la pasión va por dentro- o en un remoto lugar, y desde el otero de
sus ciento y más años contempla al niño que fue y musita muy quedo: ”Fui un
niño feliz; mi infancia fue muy dichosa”, repite seguro en tono descendente y
nostálgico, con añoranza y sin sombra alguna de amargura, y es que el que fue
feliz de niño, conserva siempre restos, al menos, de esa felicidad lejana...
“En mi casa nunca falto lo esencial”, añade.
Evoca
su casa, la antigua taberna, la mejor de su pueblo, nos dice orgulloso; y su
madre coraje, que la regentó, por ausencias del padre, viuda a los cuarenta y
dos, huérfano él a los diez. Su padre, comerciante y acarreador de vino; el
carro grande, el burro y las mulas, los largos y lentos viajes, los malos
caminos… todo descrito con precisión notarial. Legítimo orgullo de hijo y
hermano que fue de otros cuatro más de su padre y de su madre.
Ya
no queda nadie que sus recuerdos de niño le avale, pero no importa: está él con
su memoria imborrable del niño que fue.
La
vista agotada de tanto que vio. A veces
cansado, nunca derrotado, prosigue y desgrana palabra a palabra, sin
interrupción, su historia sin punto final, si acaso, y aparte, o suspensivos,
que indican que sigue…