jueves, 9 de junio de 2022

Mujeres al sol de la tarde de otoño tardío.


                                                                                    Foto Trascieza.

        Aquellas mujeres al sol de la tarde temprana de otoño tardío, trenzando, enmadejando y pelando la lía con cuyas exiguas ganancias apoyaban el magro jornal del padre o marido para levantar la olla cada día, y pagar el condumio y el pan del sustento de una prole, que pululaba, libre ya de escuela, en torno al corro que formaban en la esquina soleada de unas calles en sombra. Charlaban sin quejas amargas, adusto el semblante, a veces con cierta fingida alegría; frustración a sorbo callado.  Algunas soñaban despiertas sus sueños perdidos, en plena renuncia.
        Yo estaba en el corro, enfermo fingido para no ir a la temida escuela, flanqueado por mi abuela y mi madre; oía, sin entender apenas, un habla de jerga y deprisa, que terminaba casi siempre, por un … ¡vosotras me entendéis! Coronada por una respuesta a lo que no era una pregunta: ¡Claro que sí…! Ellas seguían a lo suyo: trabajar pelando la soga ya hecha en madejas, sin detener la sempiterna charla, sin mirarse tan siquiera.
         El toque del Ángelus avisaba: “El Ángel del Señor anunció a María…, ”. Ellas no atendían, tanta devoción no cabía en su afán de trabajo por llegar a cubrir la tasa del día. El sol, próximo a ocultarse, encendía de vivos colores el horizonte, y solo paraban cuando se ocultaba del todo, se apagaban los encendidos colores, y las sombras se enseñoreaban de la esquina:  final de ese día y  fin de la jornada de lía. Recogían y se marchaban para faenar en otra tarea: preparar la cena frugal para los hombres, padres, maridos e hijos con los que la compartirían. El verbo descansar no se conjugaba, salvo cuando dormían.
         Mujeres tranquilas, comedidas por fuera; por dentro algo hervía, la procesión es interna; a veces, mascullaban amargos reproches contra sí mismas y su mala suerte, que conjuraban con un rapto de buen humor e ironía.
        Por la mañana, cuando el sol ya alumbraba la calle y, sobre todo, la esquina, y la templaba, salían a reanudar su diaria tarea, hecha ya la faena casera mañanera. 

Y de allí se marchaba, cuando ellas llegaban, mi abuelo, con su esparto, sus valeos y capazos de pleita. Y el Ángelus, desde la radio, a medio día repetía: “Desde las espadañas de las ermitas, desde las torres de las catedrales, etc., etc., y “El Ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo…” Y ellas, dale que dale a la lía.

viernes, 13 de mayo de 2022

Mi tío, mi abuelo, Morfeo, y el sueño.




Morfeo es uno de los mil hijos del Sueño. Su nombre indica su función: es el encargado de, adoptando formas humanas, especialmente de seres queridos, mostrarse a las personas dormidas, en sueños. Como la mayoría de las divinidades del sueño y de los ensueños, Morfeo es alado. Posee grandes y veloces alas, que se agitan silenciosamente y lo transportan en un instante de un confín a otro de la Tierra.(1)

Mi tío Pascual, mi chache, hermano de mi madre, mi compañero de dormitorio y de cama durante la segunda mitad de mi infancia temprana y primera de la segunda, aludía todas las noches a esta divinidad mitológica, invocándola para inducirme al placido, o agitado, sueño, tanto en las frías, largas y húmedas del corto invierno, como en las  cortas y sofocantes del largo y cálido verano. Mi tío decía, con voz fingida, ahuecada en susurros:

-¡Morfeo, baja!  Repitiéndolo cuantas veces consideraba oportuno, y preguntándome entre medio. ¿Llega ya el tío de la arena? A lo que yo no contestaba; y si no lo estaba, fingía dormir. El tío de la arena era otro personaje, popular, inductor del sueño, que obra segundos antes.

-¡Morfeo, baja! –¡Morfeo, baja y cubre con tus alas de sueño a mi sobrino!. Y Morfeo venía y, me cubría con sus alas, hechas con lo que mi tío decía, de sueños felices o pesadillas ingratas, y me inducía al sueño con la colaboración del tío de la arena, que hace caer los párpados.

Morfeo venía sobre mí con sus enormes y silenciosas alas, tomando la forma de mi abuelo paterno, al que yo no llegué a conocer porque murió unos años antes de mi nacimiento, pero por el que yo sentía añoranza y cariño por lo poco, que mi padre me contó de él. Poco más oí sobre él a su familia, salvo retazos de poquísimas y deslavazadas anécdotas. Se le nombraba poco o nada. Mi padre, ya mayor yo, solía decir: ¨de hijos a padres el parentesco es muy lejano”. Siempre creí que era un velado reproche a mi presunto desapego; pero pensando en mi abuelo y su familia barruntaba que, tal vez, se refiriera a su propia familia con relación al padre.

Cuando llegaba el alado Morfeo, al que yo creía ver con la cara de mi abuelo, aunque los rasgos eran los de mi padre, su hijo, pues no tenía ni había visto jamás una foto suya. Se decía que no se dejó retratar nunca. Puestos a fantasear, yo pensaba que mi abuelo, como los indios de las praderas, cazadores de búfalos, se negaba a dejarse fotografiar por el temor a que le robaran el espíritu junto a la imagen que habrían quedado presos en una caja con una mirilla, por donde entraban imagen y espíritu, o alma, y quedaban allí presos, aunque de la imagen saliera una copia impresa.  

Y Morfeo me arrullaba con el suave aleteo de sus alas y me transportaba al mundo de los sueños, alimentado por los susurros de mi tío; me traía sueños de hadas, príncipes, dragones, damas y monstruos. En el papel de príncipe, o héroe audaz, yo. Aunque… ¡Espera…! Si esto es un sueño, no puede haber guion; no hay papeles… 

Unas veces, soñaba que tenía los pies y el cuerpo ligeros. No tenía alas, me las prestaba Morfeo, o tal vez Pegaso, y volaba, o más bien daba grandes saltos, ingrávido, sin peso, liberado de la servidumbre de la gravedad, escapando de cuantos peligros y miedos me seguían y acosaban. Yo podía volar, o brincar a grandes saltos, y los otros, fantasmas, temores y terrores, no. Recuerdo una calle larga y estrecha, que limitaba con una iglesia, y en ella una tétrica escuela, la escuela de mis temores de la que en otra ocasión hablaré; de esta y de las gratas y razonablemente felices.

Esto es un retazo de mi mundo de ensueños, de fantasía; a veces, más real que el vivido sin imaginación, para mí y para ti. 

                                                                        Bartmarts


1) NOTA.- La referencia a Morfeo está entresacada del Diccionario de Mitología, de Pierre Grimal. RBA.

lunes, 4 de abril de 2022

Mi abuelo y el Miedo.

    El grito, de Munch
  

 MI ABUELO Y EL MIEDO.  Capítulo x.

 

En las noches frías de invierno, cuando el viento ululaba fuera de nuestra modesta casa, sentada la menguada familia ante el fuego de la chimenea para ahuyentar el frío, yo tenía mi pensamiento puesto en algo que me espantaba más que las inclemencias del tiempo: el Miedo. Sí, así, con mayúsculas; miedo que se convertía en terror cuando llegaba la hora de meterme en la cama de la fría, húmeda y destartalada habitación que hasta hacía poco tiempo había compartido con mis cuatro tíos solteros, que la fueron abandonando, paulatinamente, según se fueron casando y pasando a ocupar habitaciones del primer piso, con sus respectivas mujeres.

            Cuando me notaba mi abuelo, y yo lo confesaba abiertamente, que tenía miedo, él me respondía que el miedo no existía: que ni era ni estaba y que él ni lo esperaba. Cuando la noche era de lo más oscura y cerrada, me invitaba a que saliera al lóbrego patio de la casa y que comprobara si allí estaba. Yo salía a regañadientes por no contrariarlo, y él, desde dentro, me decía:

              -  ¿Lo encuentras por ahí, o qué?

-  ¡No sé, no se ve nada, esto está muy oscuro! – respondía yo-¿Me deja usted que encienda la luz?- y él me contestaba:

- No, la luz no la enciendas, porque con luz no lo vas a encontrar. El miedo, si es que existe, debería de estar en la oscuridad. Pero si me dices que no lo ves cuando te pregunto si está por ahí, es que no está, porque si estuviera lo verías. Vete a la cuadra y sigue buscando allí. 

Para llegar a la cuadra tenía que cruzar el patio, el oscuro patio, y en el fondo del mismo se encontraba la cuadra, en la que no había animal alguno, salvo una gata negra y, eventualmente, de tiempo en tiempo sus crías; crías con las que mis abuelos ejercían su particular control de población, cuando tocaba; es decir, cuando la gataza negra paría. Llegué a la cuadra aterido, no sé si de miedo, de frio o de ambos, dando más traspiés que pasos o zancadas. Una vez en la cuadra, intenté hablar en voz alta para que mi abuelo, al que veía enmarcado en el quicio de la puerta del patio, del que solo se distinguía una negra y fantasmagórica silueta tocada con sobrero y armada de bastón, orlada, a modo de aura,  por la mortecina luz posterior que salía de la casa, y que se había situado allí para que lo viera y su visión me infundiera el valor del que él estaba seguro que yo carecía, pero la figura de mi abuelo que veía, era para infundir más miedo que confianza.

Y no, nunca veía al Miedo, y, en consecuencia, según mi abuelo, es que no existía más miedo que el miedo al miedo. Pero yo objetaba en mi interior que el miedo no se ve, pero se oye y se siente a flor de piel en forma de escalofrío que pone el vello de punta. Y además, como dicen los gallegos de las meigas: yo no creo en ellas, pero haberlas las hay. 

                                                                                    Bartmarts

miércoles, 23 de marzo de 2022

LA AÑORADA INFANCIA.


 Ahora que es invierno y hace frio, recuerdo con nostalgia una tarde cálida de verano reciente, en la que un joven padre jugaba con su pequeño hijo en el agua de una pequeña alberca. El ruido del chapoteo me trajo recuerdos de mi lejana niñez.

NOTAS DE MI DIARIO (10.08.2014)

Los viejos recuerdos de mi añorada infancia, con sus luminosos veranos, vuelven como reflejos de la reverberación de la luz en el agua, y la remembranza del vuelo febril de las libélulas agita mis pensamientos lúgubres, aventándolos lejos de mi.Recuerdos de mis veranos de adolescencia temprana vienen a mí, con mis tímidas escapadas al río y mis baños clandestinos en la balsa de la Herradura, compartidos con amigos y carpas desmesuradas. ¿Cómo explicar a mi madre la perdida de los calzoncillos en una ocasión?¿Los puse a secar tras el baño?¿Me bañé en cueros...? No recuerdo si di alguna explicación, o me la pidieron; si la di, seguro que no fue creíble.

El juego del niño con su padre en el agua, a resguardo del inmisericorde sol de agosto, hace que afloren dulces ecos de antaño, de esa infancia feliz.

El canto de la cigarra, rítmico y armonioso, y el cri-cri de los grillos ponían la partitura al libreto que era mi vida en verano. Los veranos entonces deseados, y después deseados por motivos que ya contaré. Por otra parte, tiempo y lugar; el recuerdo de un barreño de zinc puesto con agua al sol, con las amenazantes avispas revoloteando alrededor, listo para llevar a cabo el baño diario veraniego ( en las estaciones más frías, el baño solía ser semanal, en el mismo barreño y con agua calentada en olla al fuego), estropajo incluido, y el jabón Heno de Pravia (las mujeres, con Maderas de Oriente) cuyo aroma renace en mis sentidos, y los recuerdos se avivan en mi mente con la visión del niño pequeño que manotea el agua, jugando con su padre en la pequeña alberca del jardín. Son reminiscencias, felices recuerdos, de mi infancia. Son recuerdos que aparecen muy nítidos a pesar del tanto tiempo transcurrido.

Pero todo pasa, y el verano toca a su fin. El paisaje se despeja y recito musitando:

Las aguas serenas del estanque  
denuncian ausencia de alegría,
ya no hay niños en la alberca, 
 ya dejaron  la alquería                                                      







viernes, 4 de marzo de 2022

El niño que fui, o soñé

 PRÓLOGO



Antes de que la niebla del tiempo embote mi mente, nuble mis sentidos y vaya ahuyentando los recuerdos, quiero poner sobre el papel la historia del niño y del adolescente que pienso que fui; acontecimientos de mi vida pasada: unos, tal vez reales, y otros quizás ficticios, soñados o ensoñados, frutos de las trampas que la memoria nos hace insertar en los recuerdos, con la subjetividad que la propia perspectiva dicta e impone a la inexistente realidad absoluta.

Ya sé que mis recuerdos, a veces, son quimeras, imágenes en el espejo de mi mente que el tiempo y mi capacidad creativa (mi imaginación y mis deseos) han ido forjando. El objeto real, o casi, tal vez existió en un tiempo, hace mucho, pero cuando lo rememoramos aquel ya no existe como tal, evidentemente, y tal vez no existió nunca como lo recordamos. Otros recuerdos los conservo, no por tener consciencia de haberlos vividos, sino por haber sido recordados, (con las mismas trampas y mecanismos antes aludidos), por otros que fueron testigos y me los repitieron a mí, tal vez de forma reiterada...

(Continuará, no sé cuándo ni cómo, pero continuará)