MI ABUELO Y EL MIEDO. Capítulo x.
En las noches frías de invierno, cuando el viento ululaba fuera de nuestra modesta casa, sentada la menguada familia ante el fuego de la chimenea para ahuyentar el frío, yo tenía mi pensamiento puesto en algo que me espantaba más que las inclemencias del tiempo: el Miedo. Sí, así, con mayúsculas; miedo que se convertía en terror cuando llegaba la hora de meterme en la cama de la fría, húmeda y destartalada habitación que hasta hacía poco tiempo había compartido con mis cuatro tíos solteros, que la fueron abandonando, paulatinamente, según se fueron casando y pasando a ocupar habitaciones del primer piso, con sus respectivas mujeres.
Cuando me notaba mi abuelo, y yo lo confesaba abiertamente, que tenía miedo, él me respondía que el miedo no existía: que ni era ni estaba y que él ni lo esperaba. Cuando la noche era de lo más oscura y cerrada, me invitaba a que saliera al lóbrego patio de la casa y que comprobara si allí estaba. Yo salía a regañadientes por no contrariarlo, y él, desde dentro, me decía:
- ¿Lo encuentras por ahí, o qué?
- ¡No sé, no se ve nada, esto está muy oscuro! – respondía yo-¿Me deja usted que encienda la luz?- y él me contestaba:
- No, la luz no la enciendas, porque con luz no lo vas a encontrar. El miedo, si es que existe, debería de estar en la oscuridad. Pero si me dices que no lo ves cuando te pregunto si está por ahí, es que no está, porque si estuviera lo verías. Vete a la cuadra y sigue buscando allí.
Para llegar a la cuadra tenía que cruzar el patio, el oscuro patio, y en el fondo del mismo se encontraba la cuadra, en la que no había animal alguno, salvo una gata negra y, eventualmente, de tiempo en tiempo sus crías; crías con las que mis abuelos ejercían su particular control de población, cuando tocaba; es decir, cuando la gataza negra paría. Llegué a la cuadra aterido, no sé si de miedo, de frio o de ambos, dando más traspiés que pasos o zancadas. Una vez en la cuadra, intenté hablar en voz alta para que mi abuelo, al que veía enmarcado en el quicio de la puerta del patio, del que solo se distinguía una negra y fantasmagórica silueta tocada con sobrero y armada de bastón, orlada, a modo de aura, por la mortecina luz posterior que salía de la casa, y que se había situado allí para que lo viera y su visión me infundiera el valor del que él estaba seguro que yo carecía, pero la figura de mi abuelo que veía, era para infundir más miedo que confianza.
Y no, nunca veía al Miedo, y, en consecuencia, según mi abuelo, es que no existía más miedo que el miedo al miedo. Pero yo objetaba en mi interior que el miedo no se ve, pero se oye y se siente a flor de piel en forma de escalofrío que pone el vello de punta. Y además, como dicen los gallegos de las meigas: yo no creo en ellas, pero haberlas las hay.
Bartmarts
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