Cuando yo era niño, todavía se oía con cierta frecuencia el dicho “pasa más hambre que un maestro de escuela”; pero no creo que estos estuvieran peor que el resto de españoles, y sí algo mejor que la mayoría, que lo pasaban peor que los docentes (excepto los represaliados); que al fin y al cabo cierto es que tenían un magro sueldo, pero fijo, que era el sueño de la mayor parte de nuestros conciudadanos; para los españoles ser funcionario era una aspiración que solo algunos conseguían. Pero, en fin, tampoco estaban para tirar cohetes.
Seguro que mi bisabuelo, de cuyo nombre no estoy seguro pero deduzco que sería Juan Salmerón (a) Soperete, maestro ambulante, a domicilio, por esos campos dejados de la mano de Dios, durante los años veinte del pasado siglo, sí que entraba dentro de la categoría de los docentes que pasaban necesidad. Pero claro, no era funcionario, lo que no ayudaba a pasarlas mejor, menos canutas.
Enseñaba a zagales, y alguna zagala pero menos (estas no lo “necesitaban”, según el sentir popular), a leer y escribir, y poco más, a cambio de unas perras o, incluso, cobraba en especie, productos del campo, comida fundamentalmente, claro. Era un hombre tozudo y arisco. Su programa estaba centrado, además de la lectura y escritura, en las cuatro reglas y la de tres para los más avanzados, categoría que pocos alcanzaban, pues el trabajo llegaba antes, si es que no estaba presente siempre, desde el momento en que se sostenían en pie. Su gramática era muy elemental, aunque utilizaba expresiones un tanto retóricas, a veces. En la corrección de un dictado en el que apareciera, por ejemplo la palabra humano, solía decir: humano, hache sin ce…Otra gramática que utilizaba era la parda, la que se aprende en la vida y no con libros.
Era mi bisabuela de armas tomar y rígido como él solo. En una ocasión acometió la tarea de alfabetizar a una nieta casi adolescente, y comenzó a darle clase a domicilio, a cambió de un modesto estipendio en metálico; cuando la abuela de la criatura y mujer del maestro le recrimino la acción de cobrarle las clases a su nieta, montó en cólera y dejó de dárselas. La madre de la criatura buscó a otro maestro. Un día,mi bisabuelo salió al paso del otro maestro y le manifestó que a su nieta solo le daba clase él, o nadie, y que si seguía con esa labor iba a tener que vérselas con él. El pobre hombre se despidió de la madre de la alumna, diciéndole que sabía de las malas pulgas que gastaba el tío Soperete, y que no amenazaba en vano. Mi bisabuelo se comportó en este caso, que seguro que no sería el primero ni el último, como el perro del hortelano, que es bien sabido que ni come ni deja comer.
Si sería terco, como el mulo que lo llevaba por esos caminos de Dios. y cascarrabias (intolerante ante la injusticia y la falta de rectitud, decía él), que habiendo perdido un pleito de lindes, higuera incluida, mando una carta insultando gravemente al mismísimo dictador Primo de Rivera, y a vuelta de correo, o sin esperar a la vuelta del mismo, la Benemérita se presentó en su casa a detenerlo. Se libró de la trena gracias a sus amistades, médico incluido, que le diagnosticaron locura, y por loco lo dio el juez. A lo mejor, o a lo peor, estaban en lo cierto y no fue ningún favor, sino justo diagnóstico.
Ya hemos dicho que viajaba a lomos de un mulo (un macho, se decía por su pueblo) y lo hacía con este cuadrúpedo porque era el que tenía un carácter como el suyo (terco como un mulo, pero menos que una mula, se decía, y prefería al macho porque decía que daban menos problemas que las hembras, pensamiento acorde con la concepción machista imperante en el mundo)
Uno de sus hijo, mi abuelo materno, aunque trabajaba en el monte recolectando plantas aromáticas (romero, fundamentalmente) para la fabricación de esencias, tenía vocación de maestro; y ya jubilado puesto en la calle, al sol del otoño e invierno, con sus manojos de esparto sin picar haciendo pleita para capazos, valeos y otros enseres, gustaba de parar a los niños que salían de una escuela cercana, para hablarles y preguntarles de geografía, historia, pero sobre todo de aritmética, pues la tabla de multiplicar era su obsesión y conmigo se empeñaba en que la aprendiera de memoria, empeño en el que fracasó estrepitosamente.
El orgullo patente de mi abuelo, y a rememorarlo se remitía en cuanto tenía ocasión, era el haber servido en caballería, en el 10º Regimiento de Dragones de Montesa, con guarnición en Barcelona. A mí me lo contaba, poco menos que pavoneándose, y me mostraba una foto posando vestido de gala, que todavía conservo, con colorines pintados a mano, porque aunque la fotografía en color (rudimentaria) ya existiese desde mediados del XIX, era muy infrecuente encontrarlas en la época. Murió con setenta y cinco años, los que yo estoy próximo a cumplir; sin embargo, cuando pienso en mi abuelo me siento como el niño-adolescente que fui durante sus últimos años de vida y a él lo veo como el maestro que no pudo ser y el orgulloso soldado de caballería. De mi abuela materna, genio y figura, hablaremos luego. Personaje entrañable, y lo de genio (malo o bueno) no forma parte de frase hecha, sino de carácter propio.
Continuará