Nos quedamos hablando de abuelos y maestros. Sigamos con un capítulo de maestros, alumnos, y amebas, por supuesto.
El sueldo de los maestros, no era muy generoso que digamos en aquellos años, (¿y cuál lo era?), así que se buscaban un sobresueldo con las llamadas permanencias, que les cobraban a los alumnos, o dando clases particulares de repaso, o bachillerato para alumnos libres en centros privados, después del horario escolar, o una vez jubilados.
La jubilación, por entonces, era a los setenta años, y los setenta de entonces no eran los de ahora. Se modificó en el 82 del pasado siglo. Estableciéndose en la edad de sesenta y cinco. Pero por entonces era a partir de los setenta, cuando las personas, en su inmensa mayoría, estaban más que cascadas.
Uno de estos casos era el de mi profesor de Matemáticas, Física, Química y Ciencias Naturales, en 4º, 5º y 6º de bachiller. Estaba jubilado, por lo que supongo que tendría de setenta años para arriba, y un temblor en las manos y movimiento anárquico de cabeza que me hace suponer que sufría un más que evidente incipiente Parkinson (por entonces, nadie había oído hablar de ese nombre, al menos, nosotros y yo no estoy seguro, ni soy nadie para diagnosticar); pero, ¡adelante!, no importaba, a sacarle el pringue cuanto se pudiera, (ya se conoce el dicho: “Al viejo y al bancal, lo que se le pueda sacar”) ¡y él tan conforme!
Era, como muchos, bastante clasista y el favoritismo era una de las “virtudes” que le adornaban. Era, según vox populi, muy inteligente, un lumbreras, con un cerebro sobredimensionado en funcionalidad y en tamaño, de tal manera que le solíamos sacar motes referentes a esto; incluso uno de nosotros, artista destacado, le solía hacer caricaturas. Todo ello sin menoscabo del respeto y un cierto cariño admirativo que se le profesaba.
Cuando preguntaba a uno de sus favoritos, un chiquillo algo tímido y retraído, hijo único de padre con posibles, que nos invitaba al campo y a la playa con intención de agasajarnos y de que su hijo socializara, lo hacía de manera suave y cariñosa. Pues bien, como iba diciendo, cuando preguntaba a este muchacho diciéndole: A ver, Fulanito (Paquito, pongamos por caso), dime tal cosa. Fulanito ponía cara de nerviosismo extremo; se mordía los puños, y emitía sonidos cercanos al sollozo, a lo que el profe respondía: ”Fulanito, no te pongas nervioso que sé que lo sabes; mira, un diez. Siéntate". En otra ocasión, preguntó a otro muchacho, ya en 6º de bachiller, vecino como el anterior del pueblo hermano (hermandad con la consabida rivalidad) y un lince en Matemáticas, como demostró de adulto. ¿Cuál es la unidad de inducción electromagnética? Le preguntó. No estoy seguro de si era el weber, y el alumno respondió el maxwell, a lo que el maestro confirmaba: ¡Muy bien, muy bien, el weber!
Su expresión favorita, con los no favoritos, era, ante cualquier error o presunto fallo: "¡Mucháa, qué burro eres! Anda, siéntate, siéntate". El insulto más florido que oí de su propia boca fue el de ¡Mucháa, etc., seguido de varios adjetivos nada edificantes y coronado con un ¡... Cacho tocino rancio...!
Conmigo se dio el caso de sacarme a la pizarra, en matemáticas, y como dudé en la resolución de una ecuación, o algo así, me indicó el resultado, puse lo que me dijo, se levantó las gafas para rascarse el entrecejo, y cuando estuvieron en su sitio (las gafas, claro), echó un vistazo hacía la pizarra, y ya la habíamos liado. Empezó con la retahíla de siempre: "¡Mucháa qué burro…! Seguido de "Pero qué has puesto ahí… ¡Anda, siéntate….! Siguiendo con el meneo de cabeza, sin saberse si era negando o uno de sus tics característicos, como diciendo ¡qué barbaridad!
Vamos con la ameba. Hacíamos exámenes periódicos (mensuales o trimestrales, no recuerdo) que servían para informar a nuestros padres de nuestra aplicación al estudio, decían, y en mis exámenes de Ciencias Naturales yo estaba harto de recibir siempre la misma cantinela cuando corregía mi examen: Esto está muy flojo… Anda, te pongo un cinco por misericordia”, me dijo ante el tema que expuse: la ameba y el paramecio. Cómo no me parecía justo tomé la medida, en el siguiente examen, me pusiera lo que me pusiera, desarrollar copiando el tema de la ameba y su compadre, el paramecio, (¡yo, que no tenía ardides para esto!) ¿A que no sabéis lo que me dijo mientras lo corregía? ¡Exacto!: “Mucháa qué burro eres, esto está muy flojo; te pondré un cinco por misericordia”. Esto lo volví a repetír en el examen siguiente. Y él erre que erre.
Este maestro tenía fama de sabio, y lo sería, como nos confirma años, muchos años, más tarde, nuestro admirado Maestro Campuzano, que se maravillaba de que fuera capaz de dominar las matemáticas y las ciencia a la par del latín (Ciencias y Letras mezclados, ¡qué barbaridad!). En todos los comienzos y finales de curso nos soltaba un latinajo presumiendo de su estancia en la Universidad. A mí me sonaba, y así lo recuerdo lo de Prima non data et ultera dispensata, pero correctamente sé que es Prima non datur et ultima dispensatur (las trampas de la memoria y la solución de recurrir a Google o la Wikipedia, o ambos).
Otros casos reseñables eran los de mis compañeros que habían tenido hermanos mayores que habían sido alumnos de este maestro. Tal es el caso de un compañero al que siempre he considerado el más inteligente de cuantos conocí. A todos estos les decía invariablemente: lo del mucháa, etc..., seguido de ¡Tu hermano Arsenio (o Pepe) sí que era listo, y no tú!
Desde aquí hago constar mi gratitud a los compañeros, y amigos, de este Centro, que tanto me ayudaron en lo personal (muchos de ellos ni se enteraron, por no decir prácticamente todos). Utilizo indistintamente el término maestro y profesor, pues de ambos ejerció según horario y situación.
CONTINUARÉ (aunque no sé si por orden).
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